«Amor, curosidad, Prozac y dudas» de Lucía Etxeberría

Esta escritora siempre habla de las adicciones, del alcohol, del sexo, de la noche, de la autodestrucción…ya me parecía raro que no hablara de la autolesión en alguno de sus libros hasta que me leí éste.

«Había una enorme mancha roja sobre los azulejos blancos. Brillaba muchísimo y parecía palpitar, como si estuviera viva, y es que estaba en perpetuo movimiento, porque era una mancha de sangre aún fresca, roja, brillante, líquida, sin solidificar. Había sangre por todas partes. Los azulejos blancos aparecían salpicados de motitas carmesí, y el papel higiénico teñido de escarlata. Cuando me fijé bien reparé en que Cristina, que iba en camisón, estaba cubierta de sangre de cintura para abajo, y lo primero que pensé es que tenía el período, porque supongo que ésa es una de las cosas que nos diferencian a hombres y mujeres: que los hombres ven sangre y piensan en violencia y nosotras vemos sangre y pensamos en óvulos desperdiciados o en niños no nacidos. Pero no se trataba ni de lo uno ni de lo otro, sino que la chalada de mi hermana pequeña había estado todo aquel tiempo haciéndose cortes en las piernas con una cuchilla de afeitar. No caí en la cuenta hasta que vi la cuchilla en la mano y me fijé bien en sus muslos, llenos de arañazos, por los que la sangre fluía como si fuese salsa de tomate rezumando de una jarra rota.»

«No me cabía en la cabeza cómo había sido capaz de hacerse aquello y lo curioso es que lo primero que pensé cuando lo vi no fue que mi hermana estuviera loca ni nada por el estilo, sino que hacía falta mucho valor para ser capaz de ignorar de semejante manera el propio dolor. Entonces mi hermana se sentó en el borde de la bañera y se secó las lágrimas de la cara, con lo que sólo consiguió embadurnársela de rojo, porque tenía las manos ensangrentadas […]Intentó explicarme que se hacía daño porque no podía aguantarse a sí misma y que se odiaba, y no hacía más que quejarse de mi madre».


«El cuento número trece» de Diane Setterfield

«Al cogerle la muñeca para tomarle el pulso, reparó, alarmado, en los cortes y cicatrices que marcaban la parte interna de su antebrazo.
-Se los hace ella misma?
Franca a su pesar, el ama murmuró:
-Sí.
El médico apretó los labios, preocupado.»

«Charlie le subió la manga a su hermana y le pasó un trozo de alambre, naranja por el óxido, a lo largo de la parte interna del antebrazo. Isabelle miró fjamente las gotas rojas que brotaban de la línea morada de sus venas y levantó la vista hacia su hermano. Tenía los ojos verdes muy abiertos por la sorpresa y por algo cercano al placer. Cuando alargó la mano para exigir el alambre, Charlie se lo entregó sin rechistar. Isabelle se subió al otra manga, se perforó la piel y se deslizó diligentemente el alambre por el brazo hasta tocar casi la muñeca. Devolvió el alambre a su hermano y le indicóo con un gesto que se suviera la manga.Charlie estaba perplejo. Pero se clavó el alambre en el brazo porque ella así lo deseaba y rió mientras notaba el dolor.En lugar de una víctima, Charlie había dado con la más extraña de las complices.»


«El juego del ángel» de Carlos Ruiz Zafón

«Isabella se acercó a la ventana y miró hacia las sombras sin advertir mi presencia. La contemplé desnudarse despacio. La vi aproximarse al espejo del armario y examinar su cuerpo, acariciandose el vientre con la yema de los dedos y recorriendo los cortes que se había hecho en la cara interna de los muslos y los brazos. Se contempló largamente, sin más prenda que una mirada derrotada, y luego apagó la luz.»


«Marina» de Carlos Ruiz Zafón.

«Cuando murió, mamá me entregó sus útiles de afeitar y su petaca de cuero, y me enseñó dónde los guardaría hasta que yo creciera. Esa noche me colé en el cuarto, abrí silenciosamente el armario y robé la navaja barbera. La palpé con cuidado y me di un tajo en el muslo y otro en el barzo derecho. Durante mucho tiempo me levanté cada noche para abrirme una herida nueva, y nunca lloré. Pero cuando le recordaba lloraba.»

“El día en que cumplí dieciséis años descubrí que me odiaba a mí misma y apenas podía tolerar mi imagen en el espejo. Dejé de comer. Mi cuerpo me repugnaba y trataba de ocultarlo bajo ropas sucias y harapientas. Un día encontré en la basura una vieja cuchilla de afeitar de Sergei. La llevé a mi habitación y adquirí la costumbre a hacerme cortes cortes en las manos y en los brazos con ella. Para castigarme. Tatiana me curaba en silencio todas las noches.”


«El pozo de los mil demonios» de Andreu Martín.

Este libro es juvenil, de «barco de vapor», pero es curioso el hecho de que salga la autolesión sin proponérselo.

«En lo alto de la roca donde dormía guardaba las piedras afiladas, preparadas para el día del sacrificio. Las había probado en su propio cuerpo alguna vez, para ver si cortaban, y también un poco para comprobar que aún estaba vivo. Pero la señora le había ordenado que no se cortara nunca más y él había obedecido»


«La soledad de los números primos» de Paolo Giordano

«Un día a su madre se le cayó un plato del susto; Mattia se agachó a recoger los trozos y bastante le costó resistir la atracción de aquellos bordes afilados. Su madre le dio las gracias con embarazo y cuando él desaparecío se sentó en el suelo y allí se quedó un buen rato, derrotada.»

«Pietro Balossino había renunciado hacía tiempo a penetrar en el oscuro universo de su hijo. Cuando su mirada recaía por descuido en aquellos brazos cubiertos de cicatrices, pensaba en las noches que había pasado en vela registrando la casa en busca de objetos cortantes.»

«Hincó las manos en la tierra fría, que la humedad de la orilla mullía. Topó con un cristal de botella, cortante residuo de alguna fiesta nocturna. Se lo clavó en la mano pero no sintió dolor, quizá ni se dio cuenta. Luego empezó a girarlo y hundirlo más en la carne, sin apartar la mirada del agua.»

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